Historia de la sexualidad
LA REVOLUCIÓN SEXUAL DEL SIGLO XX: DESDE DÓNDE ASUMIRLALa revolución
El siglo xx, de manera notable en su segunda mitad, fue testigo de la mayor revolución conocida en el ámbito de la sexualidad. Desde la última década de la era victo- riana, las mujeres se habían ido abriendo camino hacia la igualdad con el varón —igualdad deseada pero no necesariamente feliz— por medio de los movimientos sufragistas, primero, y feministas, después, y de su incorporación efectiva y masiva al trabajo asalariado.
La guerra de 1914-1918 marcó un corte significativo, la primera línea divisoria entre un antes opresivo y represivo, y un después de relativa libertad. En 1900, las piernas de las mujeres eran uno de los secretos mejor guardados de la historia, salvo en el escandaloso caso de las bailarinas, en especial las del cancán (hasta hace muy poco, las palabras «bataclana» o «corista» eran sinónimos de puta, y aún lo siguen siendo en buen número de cabezas). En 1920, veinte años y una guerra mundial más tarde, la mayor parte de las piernas femeninas en condiciones de ser mostradas, en Europa y América, estaban al descubierto de medio muslo hacia abajo y las señoritas de la jet de la época bailaban el Charleston moviéndose sin recato. Las mujeres empezaron entonces a exhibir su sexualidad, aunque no la ejercieran aún libremente: las que lo hicieron fueron contadas y, a menudo, célebres por ello.
Después de la caída de Berlín, las faldas se situaron discretamente por debajo de las rodillas: las mujeres estaban menos dispuestas a exhibir su sexualidad que en los años veinte, pero tenían más posibilidades reales de ejercerla, de lo que queda amplia constancia en la literatura. No obstante, aún se le oponían dos obstáculos mayores: el riesgo de embarazo y las enfermedades venéreas, especialmente la sífilis.
Los embarazos no deseados y los no legalizados eran todavía una auténtica tragedia, se los mirara como se los mirase.
Si el padre potencial era un hombre casado con otra mujer, sólo se abrían ante la víctima dos posibilidades: la del aborto clandestino, sumamente peligroso —hecho por profesionales no siempre cualificados o por simples aficionados, capaces de perpetrar una carnicería o de infectar a la embarazada operando con las manos sucias, y causando en cualquiera de las dos formas la muerte de la paciente—, o la del hijo de soltera, oculto, entregado en falsa adopción, abandonado en el torno de la inclusa o asumido y vivido eternamente como causa de margina- lidad.
Si el padre no estaba casado, el problema podía resolverse, con suerte y con la colaboración del individuo —nada corriente, puesto que aquellos sujetos solían despreciar a quien se les entregara sin pasar por la sacristía—, en un matrimonio obligado y necesariamente infeliz que se arrastraba hasta la tumba, al menos hasta la de uno de los dos cónyuges.